Caminaré como un Rey


 

La reseña en un diario de una muerte suele diluirse en el maremágnum de acontecimientos que diariamente nos rodean en el mundo, en esta sociedad nuestra que marcha sin cesar, en ocasiones sin saber hacia donde, pero que marcha por sobre todas sus circunstancias, y a veces sobre sus hombres. Sin embargo, debemos mantener una actitud abierta, debemos permanecer alertas para evitar que todos nosotros, que todos nuestros actos se abstraigan a números, a simples y entidades estadísticas que nos deshumanicen.

Ninguna muerte es igual a otra, todas las circunstancias humanas son particulares y significativas. Sin embargo, todas tienen en común el dolor de saber que hay un hombre menos en el mundo, una potencial fábrica de sueños y creaciones que pudieron seguir o haberse puesto al servicio de los demás.

Entender la forma como el hombre interrelaciona con la naturaleza, es acercarse igualmente la manera como de algún modo nos relacionamos unos a otros y es comprender mejor nuestra esencia y nuestra valía. Aprender de nuestros pasos, de nuestras alegrías y nuestros temores es acercarnos a las posibilidades que podemos llenar, ampliar y soñar.

Han llamado mi atención una serie de muertes con características comunes que en realidad constituyen señales claras para cualquier observador del fenómeno, estos elementos comunes pueden ser resumidos en el menosprecio por el propio valor de la existencia.

A diario podemos mirar el rostro de la desesperanza en miles de hombres y niños que vagan en nuestras calles en busca de un refugio, sin un hogar y sin bienes materiales. Nos hemos repetido y enseñado hasta la saciedad que esos bienes no son lo más importante, no obstante, ¡cuanta falta hacen! Cuantos dolores pueden evitar, acaso debamos recordar por qué en alguna ocasión acuñamos esa enseñanza.

Puede cualquier hombre atravesar situaciones que le son adversas, y sin embargo hacer de sí mismo un ciudadano útil. Pero hay algo contra lo que es más difícil luchar, se trata de la indiferencia y maldad humanas, sentir en carne propia la desidia el rechazo y el desprecio es lo que destruye el cimiento de un hombre y puede llegar a predisponerlo en contra de todos sus semejantes. Ese odio que vemos derramarse en cada herida de bala de un delincuente tiene allí su génesis, no es una enajenación sino la respuesta contenido por mucho tiempo de seres que fueron en su momento víctimas de una humillación de la que ahora quieren vengarse.

Es difícil establecer donde comienza la negligencia, es fácil entrar en disertaciones tan abstrusas como las entidades en que nos transforman las estadísticas. Y sin embargo tan se hace tan evidente que no nos tenemos en suficiente estima, que no nos valoramos los unos a los otros, que de tanto vivir con nuestros cuerpos pasamos por alto la maravilla que somos, lo vasto e imponente que el universo que hemos heredado, se nos olvidan nuestras razones ahogadas en mil inmundicias que nos lanzamos los unos a los otros.

Se nos ha pasado definitivamente por alto que cada hombre solitario y agredido en la calle siente como nosotros el frío y el temor, que desea poder caminar como los demás, orgullosos de su paso. Porque ¿qué les hemos enseñado a esos miles de parias que viven en nuestras comunidades? ¿Les hemos hecho sentir lo valiosos que son?, ¿Hemos exaltado sus posibilidades de trabajo y creación?, ¿Hemos dado a todos una mísera oportunidad para ser hombres?

Si nada de esto hemos hecho, ¿por qué asombrarnos del odio de está esparcido en las calles?, Si entonces él es una consecuencia lógica de nuestra lógica de vida. Ese odio encarnizado es una falta de valoración y conocimiento de otra forma de expresar las diferencias, de establecer relaciones entre los seres humanos... ¿la hemos enseñado suficientemente acaso? Hay quienes desean ir por las calles con la frente en alto y no los hemos dejado, no han tenido esa oportunidad. Y hay quienes han hecho una mala elección.

Hemos enseñado que la sangre lava la sangre, hemos hecho sentir a muchos marginados que les ha sido arrebatado algo, que todos son culpables de su miseria y de su situación, que deben vengarse. Cuantas veces no hemos repetido este tipo de enseñanzas en nuestras voces y en nuestros actos. En lugar de haber enseñado que todos tenemos posibilidades, que todos tenemos sueños, hambres, fríos y miedos comunes y que juntos podremos ver mejor la luz en medio de las tinieblas. Nos ha hecho falta extender nuestras manos, nuestras manos vacías y desnudas en las que el ojo simple ve vacío pero en las que el corazón del necesitado ve calor y la disposición de un hombre a ayudar a otro.

Por ello, muy al pesar de todo aquel que en un arrebato de locura reniegue de su condición de hombre, de quienes hayan sufrido el espanto de la indiferencia y la ingratitud, todos y cada uno compartimos la misma esencia, somos seres universales puestos para dominar las fuerzas más vastas de la naturaleza. Cada uno es como yo, con los mismos miedos y la misma voluntad, con las mismas debilidades y las mismas flaquezas. Pero soy aquel por quien se ha pagado el precio más alto, aquel que ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios, y ello es algo que me llena de orgullo, y lo que debe impulsarme a cuidar de lo que soy, lo que incita a enseñar no el odio y la violencia sino la integración y el amor. Así, cuando haya de andar, caminaré como un rey, y como tal velaré por el bienestar de mis semejantes, en nombre del soberano que ha delegado en mí parte de su gloria, no dejaré que sea mancillada la condición sagrada de hombre que represento, marcharé como aquel que se sabe el más importante. Me ha sido otorgada esta condición y he de engrandecerla con mis actos.

 

 

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