Complejo y Violencia


 

Ignoro el efecto que causó; sobre la opinión pública el saber que una profesional de la Psicología se haya presentado a dictar una clase con evidentes síntomas de agresión física y haya invitado a sus alumnos a contraponer la imagen de su esposo, un ejecutivo de brillante trayectoria profesional con la del hombre que golpea su mujer.

En lo personal me parece que hay en ello una fuerte contradiccón, es de esperar que una especialista de la conducta al alba del siglo XXI sea capaz o bien de mostrar un estricto criterio de selección de su pareja o de poder de alguna forma manejar las inevitables desavenencias conyugales. No obstante, esta es una visión un tanto simplista de una realidad que dolorosamente es mucho más compleja de lo que pueden abarcar mis modestos conocimientos.

Los problemas de agresión física a los miembros más débiles de la sociedad, individuos o conglomerados, han sido una constante a lo largo de la historia, y se trata evidentemente de una conducta que de alguna forma hemos heredado a lo largo de generaciones. Si bien no se puede generalizar y es difícil que se pueda encontrar una causa general para toda la violencia absurda que nos rodea es posible observar que hay cierto elemento que es común a todos los casos: La Crianza.

Hacer crecer al nuevo individuo es un compromiso de tiempo total, es un empezar que no acaba tal vez jamás, un continuo proceso de evolución que será la base de la sociedad futura. La agresión parental es el inicio de la violencia que veremos reflejada en numerosos psicópatas, la agresión del padre a la madre es la razón del basamento legislativo que no protege al más débil, porque lo natural, lo normal es lo asimilado, y así, por más de injusto y grotesco lo cotidiano toma el lugar de lo justo.

Los roles de los padres en la formación de nuevos ciudadanos determinan más elementos de constitución de la futura sociedad de lo que aparentan, la responsabilidad compartida no sólo de la educación, sino de la transmisión de valores morales es lo que va a fundamentar futuras familias, luego, en la labor educadora tanto de padres como de maestros de primeras letras es donde se asienta la balanza moral que medirá; las conductas de la comunidad del futuro.

Es posible apreciar, no sin un profundo sentimiento de incertidumbre y vago temor, como la formación de las generaciones futuras se ha dejado en manos extrañas por moda o por convencionalismo. La responsabilidad de los padres por la conducta de los hijos no parece ser asumida como una consecuencia de una mala formación sino que se busca que tales hechos se atribuyen a la influencia de un medio agreste, de una falta de tiempo, de una visión particular del universo, o cualquier otra excusa igualmente vana y deleznable.

Quizá los colegas de la mujer citada arriba prefieran hablar de formación de complejos en el ni–o, pero, lejos de detenerme en disquisiciones nominales me parece que es en nuestra conducta de adultos donde debemos buscar la causa de violencias conyugales, raciales, religiosas. No se en que momento de nuestra historia contemporánea perdimos el control de la formación del ciudadano, pero tuvo algo que ver con la incapacidad o negativa a admitir nuestros errores, lo que hizo que una novel generación se sublevase ante la hipocresía de un momento histórico. Esta conducta se repitió en generaciones sucesivas sin motivo ya para pergre–ar la desilusión y el desencanto.

Nos herimos entonces buscando liberarnos de nuestra propia condición, y ense–amos a nuestros hijos a odiar la vida que les legamos, como una forma de ense–arles a odiar la naturaleza humana y sus limitaciones criando seres contra el hombre contra la creación. En definitiva aún somos seres que no hemos evolucionado, aún estamos huérfanos de ideas en las que refugiar nuestra frágil naturaleza, nuestro propio ruido tecnológico nos ha cegado y gritamos cada vez con más dolor y más violencia para acallar razones que se burlan de nuestra condición que en definitiva no ha variado en estos millones de a–os de transcurso en el tiempo.

La opción de la no violencia, aquella no resistencia al mal de la que hablaba Tolstoi, está hoy en manos de todos los padres, en el despertar y en la madurez de nuestra condición y nuestras limitaciones, en la conciencia de nuestros errores, de nuestros miedos, no en su transmisión como complejos a nuestros hijos sino en la sapiencia de lo que estamos legando para el devenir de nuestro propio tiempo. Si no despertamos de este letargo de autodestrucción y propio desprecio estaremos sembrando las semillas de nuestra propia muerte como civilización.

 

Volver al índice