El Pan Amargo


 

Dentro de las variopintas medidas que han sido ensayadas por los gobiernos para atacar determinados problemas sociales hay una a la que deseo referirme hoy, es característica de países en vías de desarrollo aunque con ciertas modificaciones y distintos matices ha sido empleada también en naciones caracterizadas por la delantera tecnológica y social. En cada lugar y país ha presentado formas diferentes y ha tenido nombres que también han dependido de la visión particular y del momento de la circunstancia social, por ello me resulta difícil catalogarla con un solo nombre así que seguiré un trazo oblicuo para describirla junto a sus nocivos efectos sobre la ciudadanía.

Me quiero referir a la atención que se ha querido prestar a los sectores más necesitados de la sociedad, a los estratos olvidados por las mayorías, concretamente a esos programas de asistencia social por parte del estado con los que se persigue cubrir las necesidades básicas de esos sectores menos favorecidos.

El objetivo con el que se conciben los programas es el de satisfacer necesidades básicas, y se implementan los mecanismos para hacer que los necesitados reciban su porción de ayuda. Evitando tocar el tema de la administración de esos fondos sociales en naciones que se caracterizan por alta corrupción que frecuentemente significa el desvío de un porcentaje de esos fondos hacia fines e interese ajenos al espíritu que inspiró el programa, puede decirse que desde el punto de vista de su concepción tales programas cumplen con su cometido.

Existe sin embargo un factor no ponderado en los cálculos económicos, que como siempre dejan fuera de contexto todo aquello que no sea reducible a cifras de producción y consumo, que influye nocivamente en la propia economía de la nación, es decir en el sector que si es medible a través de indicadores económicos. Me refiero a la naturaleza denigrante que tiene ese donativo sobre la población económicamente activa, a la influencia negativa que tiene sobre la autoestima de personas capaces de desarrollar una actividad laboral con la cual ganar su sustento.

Este efecto colateral de estas políticas es sumamente nocivo, particularmente cuando se lleva a acabo en países donde la población no ha sido educada en forma adecuada para comprender la naturaleza de la ayuda. Lo que pudo haber nacido con las más sanas intenciones puede transformarse en la semilla de una nación que pierda la dignidad de comer poco pero el producto de su trabajo para llenar los estómagos con el amargo pan de la mendicidad. En la Inglaterra de la post guerra Churchill instó al ministro encargado de distribuir los alimentos entre la población a que a los sitios donde los habitantes irían a comer los denominara Restaurantes Ingleses, porque cualquier otro nombre menoscabaría la dignidad de la población que era lo único que les quedaba. En contraste, un sitio donde una persona apta para el trabajo va a recibir una ayuda sin necesidad de trabajar exime de toda responsabilidad y forma a un hombre que tendrá con que alimentar su cuerpo pero su espíritu quedará doblegado a la triste condición del inútil.

El problema subyacente, es claro está, la capacidad para desempeñar un trabajo productivo que tiene la persona, lo que indica que la distribución de los fondos no se está efectuando de una manera adecuada, indica que las industrias básicas de la nación no han sido estimuladas para atraer a las masas trabajadoras, lo que a su vez genere empresas secundarias que fomenten el trabajo y generen empleo y bienes necesarios para la nación. El profundo y a menudo doloroso trasfondo de estos programas es la necesidad que tienen los cuerpos gobernantes de ocultar los errores que se han cometido en el pasado en materia económica, o peor aún la vergŸenza de saberse incapaces de llevar a cabo las reformas económicas que requiere el país.

Por tanto, el problema de los programas de ayuda a la fuerza con capacidad productiva, es que moralmente denigra al ciudadano, lo que es el inicio de una espiral que arrastra a las masas que se saben parte de un conglomerado miserable, que habita un país que no es capaz de producir el pan que se come, con lo que todo amor por la tierra que se pisa se desvanece y termina el país siendo un conjunto de mendigos oficiales, a los que nunca se les dio la oportunidad de desempeñar su potencial laboral.

Bien decía Nuestro Señor que no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Y ¿qué sino autoestima, confianza y armonía puede tratar de hacer crecer entre los hombres quien desee mostrar que ama a su prójimo como a sí mismo?

 

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