El dolor final de Erasmo


 

La figura de Erasmo de Rotterdam nos viene hasta el presente como la de un humanista visionario, como la síntesis de aquellos renacentistas que impulsaron las revisiones de la visión del hombre ante su universo, en alguna forma como un reformador del pensamiento. En su momento, logra abarcar el pensamiento occidental y encauzar su curso, tal vez sin adquirir conciencia de la importancia de esa capacidad de influencia sobre las multitudes y su discurrir.

También nos es familiar su persona como la de quien, tras haber hecho el llamado que significó la génesis de una metamorfosis de los valores hasta el momento sostenidos, la gran revisión de lo hecho hasta el momento; se asusta ante las consecuencias de su llamado, ante la violencia que significó el derramamiento de sangre de las guerras de religión de la que en sus últimos años se sintió en algún modo responsable.

La palabra de Erasmo alimentó a una Europa hambrienta de su propio encuentro, de su conocimiento, y he aquí que ese alimento generó la energía necesaria para movilizar a un cuerpo que por siglos había permanecido inerte, y tal vez, ese despertar de las conciencias, esa violenta solicitud de transformación fue lo que alarmó a este pensador, lo que se erigió en el horror de lo hecho.

Erasmo, que en sus primeros años como pensador gozó de ese aprecio como intelectual de gran pluma y acertado pensamiento desde casi todos los países de Europa, va a terminar sus últimos años apesadumbrado por los conflictos terribles de esas guerras de religión, le correspondió presenciar la energía con la que Lutero, en la dieta de Worms, se negó a abjurar de las 95 tesis que expusiera en las puertas de la Catedral de Wittenberg y le correspondió escuchar la noticia de la muerte de su amigo Tomás Moro, vivió para ver el inicio del fraccionamiento de la religión, el origen de esa reforma a la que de alguna forma había llamado. Y son estos últimos años los más terribles por cuanto Roma condenó sus libros, en lo que constituyó una acusación a su pensamiento como génesis de la Reforma, y los protestantes lo vieron como el hombre que da un primer paso y luego desea una reversión inaceptable en sus convicciones.

Es difícil no relacionar estos acontecimientos en los países bajos, Italia e Inglaterra con lo que a su vez estaba acaeciendo en la Francia de Enrique II donde Calvino también requería transformaciones en el ámbito religioso, donde visiones como las de la Noche de San Bartolomé (Matanza de hugonotes propiciada por Catalina de Médicis, (Florencia 1519; Blois 1589) esposa de Enrique II (Saint-German-en-Laye 1519; París 1559) ocurrida en París el 24 de Agosto de 1572.) se sucedieron con la anuencia de la iglesia para el horror de muchos, entre los que se encontraba un pacificador, un hombre para esa fecha ya retirado de su cargo como consejero del Parlamento de Burdeos. Este espectador de la crueldad de las guerras de religión intercedió por una coexistencia pacífica, mostró severas dudas sobre las motivaciones que sustentan las razones humanas y que no es otro que Miguel de Montaigne.

Basado en parte sobre su visión de la guerra y en parte en su ilustrada formación Montaigne se va a mostrar absolutamente escéptico ante toda razón, tanta muerte y tanto horror por defender puntos de vista parecieron a este hombre injustificables bajo ninguna óptica, es el quien llega a firmar que sencillamente no existe ningún motivo humano que justifique el derramamiento de sangre. En su obra invita a un sano escepticismo para revisar las motivaciones del sus semejantes, escribe una prosa ligera y simple, pero contundente y sobria y no lo hace con el verbo de un filósofo sino con la palabra de quien comenta las trivialidades y desea ver en ella su fondo de trascendencia.

Montaigne va a llamar a la moderación en el pensamiento, va pedir la tolerancia para los demás, y es una solicitud que nos llega soportada por las desgarradoras escenas de las guerras de religión, es un hombre que ha visto el fondo del alma humana, que ha sentido la sinrazón de esas muertes y que por tanto nos dice que esa vida sagrada de la que disponemos es lo que debemos defender a toda costa, es menester un despertar que permita que en cada uno de nosotros pueda aflorar esa capacidad de creación de bienes y valores, en sus palabras, está en cada hombre la forma entera de la condición humana y es esa condición lo más precioso que tenemos, algo que no debemos dejar perecer, apagar ni marchitar.

Erasmo tuvo el mérito de haber puesto en boga el cuestionamiento de la iglesia, de sus dogmas y de sus métodos, pero como hombre de Dios se aterró al ver que su llamado fue convertido en grito de guerra y se convirtió en sangre y fuego. Cuando no toma partido después del cisma, nos dice que ese llamado suyo no tenía marbete alguno, para ser cristiano bastaba ser bueno, puro y simple. Cuando es reducido a un observador medita la intolerancia y es por ello que no puedo desligarlo del llamado de Montaigne, el árbitro.

Hace ya más de medio milenio que germinaron estas ideas, pero aún transitamos en sus consecuencias, aún debemos enfrentarnos al resto de la humanidad para verla, no como extranjeros sino cual un hermano, ha pasado el tiempo pero el llamado es el mismo a un hombre de alguna forma falto de sosiego y lleno de miedos.

Nos estamos enfrentando continuamente a una invitación a tomar partido por bandos que han sido construidos para defender sistemas y estructuras, pero aún no parecemos defender al hombre, aún no parecemos compadecernos del prójimo. Y en la misma forma que las masas fueron llevadas de una a otra bandera en la época de las guerra de religión, hoy son arrastradas a la causa del día, contra el enemigo del momento. Parecemos faltos de un enemigo que justifique nuestra belicosidad o tal vez sea esa la máscara bajo la cual escondemos nuestro enorme miedo a reconocernos seres simples y débiles que no conocen de su universo sino una infinitesimal fracción y desean pasar a la posteridad como grandes señores.

Las multitudes debemos aún atender al llamado que hace 500 años hiciera Montaigne al cuestionamiento, a la duda, a poner a diario en la balanza aquello en lo que creemos, a aprender por ese método a replantearnos los nortes de nuestras vidas, a repetirnos bajo la óptica del ensayo y el error las convicciones que llevan nuestras almas a la acción. Pesar y volver a pesar lo mismo nos da despacio un valor cada vez más exacto de la masa de un objeto, al igual ocurre con lo que sostenemos y que a la vez nos sostiene.

Y hemos de recordar que la voz de Montaigne pidiendo duda está aparejada de la tolerancia, nuestro mundo se ha estrechado y ensanchado con relación al que conocieron Montaigne y Erasmo. Es más pequeño, por cuanto hoy contamos con mayores comunicaciones que nos enlazan más y cada vez más rápido, pero más grande por cuando vamos conociendo hombres de todo el mundo, de todas las culturas, y si bien las nuevas economías están basadas en la igualación, no todas las culturas pueden ser adaptadas por igual al mismo rasero y así debemos abrirnos al entendimiento de las razones particulares de cada hombre y cada grupo si deseamos convivir en armonía. El hombre nuevo debe extender sus brazos a sus congéneres de otras latitudes, aprender ellos las formas como enfrentaron los mismos problemas comunes, y sin embargo respetar que no poseemos la misma visión que la de los nacidos bajo una civilización que nos es nueva, una sociedad cuyo pensamiento habremos de ver como la solución que le dieron como alternativa a nuestro punto de vista otros hombres que se han enfrentado a los mismos miedos y a los mismos retos.

Lo contrario es la imposición de una cultura a la fuerza, sistema que ha mostrado a lo largo de la historia que permanece mientras le alienta su impulsor, después de lo cual, cae bajo su peso. Y tanto en el proceso de mantenimiento de esa hegemonía, como en su caída, se pierden muchas vidas, tal era el dolor final de Erasmo.

 

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